(Salomón Vásquez Villanueva)
Tierra.
Polvo, arena y agua se habían encontrado en un solo cuerpo. Ella llegó a la
casa; la trajeron de mañana a la casa; mis niños pequeños la esperaban con mucha expectativa, alegría y
algarabía. Ella tenía dos meses de nacida, se veía tiernita, indefensa; todavía muy frágil.
Mis hijitos ya la querían mucho.
Jugaba con
los juguetes, las muñecas, los carros, los peluches de lana. ¡Qué bien los
trataba, siempre los mordía y los destruía! Hacía sonar la sonaja, parecía una niña de
verdad. En la casa, para ella no había territorio prohibido. Se los había
ganado a todos, tal vez por la falta de la niña. Conocía la sala, los
dormitorios, la cocina, la biblioteca, la ducha; entraba en la ducha mientras
se bañaba Acbiel; se mojaba y salía corriendo y escurriendo el agua de su cuerpo sobre el
piso; las puertas cerradas las abría y entraba en los dormitorios, subía a las
camas y se acostaba al lado de mis hijos, compartía con ellos su calor inmenso, les
abrigaba durante los días muy fríos de Lima.
Una noche quedó
afuera, lloraba y lloraba, la metíamos en la sala. Dormida sobre el mueble
grande, se estiraba horizontalmente, nos dejó en la compañía de su fuerte
ronquido. La Kuiri
había empezado a romper las cosas, el tapiz del mueble quedó mordido y roto; el
mueble de madera fina que hasta hoy sostiene el televisor también quedó
mordido, a la semejanza de los ratones. Tenía cama especial, a su medida,
crecía y cambiaba de cama, mientras mis hijos se han quedado cada uno con una
sola. Le hicimos otra cama especial: la maleta grande de la tía, rayada y de
colores femeninos, la tapa quedó eliminada. Era una cama pequeña.
Mis tres
hijos la llevaban de paseo. Jugaban con ella, se divertían. Los niños y las
niñas –compañeros de estudios de mis pequeños hijos –compartían sus emociones
acariciándola con sus dos manos temblorosas hasta dejarlas sobre la cabeza, el
cuello y el cuerpo caliente de la Kiuri. Tampoco quedaba al margen de la fiesta de universitarios
sensibles y amigueros.
Mis hijos
regresaban de la escuela, la abrazaban los tres uno por uno, la agarraban del
cuello; les ensuciaba el uniforme, la camisa blanca; jamás se cuidaban, el
remedio lo encontraron en las manos desgastadas de la mamá. Pobrecita la mamá, siempre condenada
a lavarles el uniforme todos los días. La Kiuri los esperaba, hasta ahora los espera. Todos
la quieren, le compran y le dan la comida, la lavan para que no ensucie los
muebles. La Kiuri
ha terminado, mejor dicho, ha comido los huevos, los pollos y las gallinas de la tía; sin duda, ha hecho la
misma operación con las gallinas y los pavos de los vecinos.
La Kiuri se
escapaba de la casa, regresaba a la casa muy mojada y llena de barro pegajoso. Pensábamos
que los vecinos no la querían, posiblemente ellos le echaban agua cuando iba a
sus casas. Mis hijos indagarían quiénes trataban mal a la Kiuri. Pasaron varios
días y el servicio de inteligencia no descubría nada. La Kiuri no estaba en la
casa, de repente una llamada telefónica anónima, era una voz femenina para
decirnos que tuviéramos mucho cuidado, que la Kiuri se iba a la laguna grande y
se comía los peces comprados especialmente para el ornato del barrio La
Mansión. Los comía luego de perseguirlos a puro nado, con el cuerpo entero
escondido en la profundidad del agua. Se había especializado en la pesca, sin
herramientas de los pescadores.
Mis hijos la
habían disfrazado de futbolista, vestida con una camiseta crema, una trusa y
medias negras. Parecía el Puma Carranza. La pasearon por el barrio, gozaban la
expectativa que habían generado en quienes los observaban asombrados y llenos
de risas.
Llegó el
domingo medio negro. Mi esposa –muy nerviosa y llena de tensión, por la carga
pesada que le regalan los hijos, además de los pesados días de vida sumados a
los problemas de la familia, los estudios de posgrado y el trabajo docente
diario –declaró que ya no quería verla, menos tenerla dentro de la casa. Ordenó
que construyeran una casa independiente donde durmiera sin molestar a nadie.
Mis hijos y el tío Lizardo cumplirían las órdenes impostergables de la mamá; empezaron
a ubicar el lugar donde la construirían. Empezaron a discutir la ubicación del lugar con mi
esposa quien tenía un parecer distinto al del tío. Los ánimos quedaron
complicados y adversos, aumentaron el volumen, se caldearon; discutieron en
forma airada, irritada e insostenible ante la presencia de mis tres hijos. Ni
el uno ni la otra renunció a su parecer, terminaron distantes, muy lejos del acuerdo
feliz.
El tío dijo
que la regalaría para que no moleste a nadie. Él –sumamente airado y en medio
de expresiones verbales violentas, incluso negado a recibir la comida que ya
quedaba servida sobre la mesa –se fue de la casa expresando en forma repetitiva
que la regalaría. Mis tres hijos se dirigieron a la mamá, le increparon, le
hicieron bulla, parecía un sindicato de trabajadores frente a la puerta cerrada
de un ministerio.
–Mala, mala
–los tres le decían en coro.
Ella no les hizo
caso. Continuó peleando con la ropa sucia: la mía, especialmente con la de mis
hijos, en menor intensidad también la suya. Los chicos lo habían tomado en
serio, se iban de rato en rato al lado de la mamá para reclamarle.
–¡Tú eres
mala! ¡Mala! –siempre en coro los tres.
Ella los
miraba a veces con paciencia, otras con cierta cólera humana; a los tres ya los
tenía encima, varias veces hicieron lo mismo. Yo no estuve esa mañana
dominical, había asistido a mis clases doctorales. De rato en rato, los tres atacaban
a la madre.
–¡Mamá, tú
eres mala! ¡Mala! Le vamos a decir al papá – otra vez, los tres en coro.
Al mediodía,
dos se vencieron: el mayor y el menor. Quedó solamente el segundo, Acbali,
frente a su mamá llorando, el niño entre la rabia y la pena miraba a la mamá,
con la mirada de sus dos ojos censuraba a su mamá, le decía que se quedarían
sin la Kiuri. Se debilitaba en su protesta y reclamos, solo, los dos restantes
ya habían abandonado la lucha justa y oportuna. Luego de largo tiempo, mi hijo
otra vez lloró.
–¡Le voy a
decir a mi papá! ¡Tú eres mala! ¡Mala! ¡Mamá, mala!
Se ha
retirado de la mamá. Ha entrado a la casa con la Kiuri. La abrazaba, la besaba,
la acariciaba. La miraba fijamente con sus propios ojos de niño. Recostaba la
suya sobre la cabeza de la Kuiri.
–Te quiero, Kiuri.
Mucho te quiero. No te vayas, ya...
Le hablaba
mucho. Ella lo miraba. Algunas lágrimas giraban en los ojos redondos y marrones
de la Kiuri. Acbali y la Kiuri salieron del cuarto y se fueron hacia la pileta,
para reclamarle a la mamá.
–Mi tío ya
debe venir. Seguro ya la regaló. ¡Mala, mala! ¡Mamá, mala! ¡Tú eres mala, mamá!
Mi hijito no
quiso almorzar. Entró en el dormitorio, echado sobre la cama lloraba, se
quejaba, los dos se abrazaban. Se levantaron de nuevo y se fueron, huyeron de
la casa; parecían compañeros interminables. Habían desaparecido los dos. Huyeron
para que no los encuentren, para que no la regalen, para llorarse los dos.
Después de algunas horas de búsqueda, su mamá encontró a Acbali y la Kiuri,
dormidos y abrazados a toda fuerza sobre la cuesta del cerro duro, pedregoso y
destinado a astillar cualquier cuerpo que reposara sobre sus faldas, mucho más si
sería el cuerpo de un niño cuya carne y huesos delicados quedan expuestos a la
flaqueza, el dolor y la pena de una separación.
Por la voz de
la madre –totalmente dulce, tierna, sincera, cariñosa y, sobre todo, con muy
alta dosis de humanidad –han regresado los tres. Acbali y la Kiuri quedarían juntos, de la
mano, cogidos por el corazón de un niño delicado, amante, juguetón, nacido para
amar, enteramente sensible. No entendía la pelea de la mamá contra el tío, sólo
pensaba en la Kiuri. La mamá los quería a los dos. Ella les sirvió la comida.
La Kiuri comió un poco, pero él nada, absolutamente nada. Sólo esperaba que llegara
el tío con algún desconocido o tal vez con algún conocido, dispuesto a llevarse
a la Kiuri.
–¿Quién la
llevará! –parecía que se preguntaba a cada rato.
Se fue a
dormir. Jamás había dormido a esa hora de la tarde. Lloraba y lloraba el
muchacho. Se quedó dormido. Su mamá lo había observado. Sus lágrimas le corrían
como dos ríos paralelos mientras dormía sobre su cama; sus labios se movían y
no decían nada, su corazón palpitaba ante los ojos agitados de la mamá. Ella no
soportó más aquel cuadro donde uno de los hijos suyos quedaba dormido en medio
de la pena y dolor de niño. Salió del dormitorio sin saber qué hacer, regresaba
hacia la sala y recordó: “No es bueno que una persona duerma así, dolida y
triste, mucho menos un niño. Cuanto más si se trata de mi hijito”. Corrió hacia
él, depositado sobre sí mismo, abrazado por el calor prodigado de la cama vieja.
Con su mano derecha lo tomó de la manita. Luego de la cara, con sus dos manos.
También de la cabecita, cuyo territorio recorrían sus diez dedos de arriba para
abajo y viceversa, parecía que le arrancaban esos suspiros dolidos. Lo
despertó, mejor dicho se despertó. Abrazó a su madre, con la fuerza de un niño
entregado a su madre, sin límites. Lloró otra vez a lágrimas gruesas y con la
voz de campana que se negaba a sonar, quedó entrecortada la voz del niño.
–¡Kiuri..! ¡Kiuri..!
No te vayas. ¡No te vayas! ¡Te quiero mucho! ¡Kiuri..!
La mamá
dibujó en sus propios ojos las lágrimas de su hijo desconsolado. Ya no soportó
más. Entendió cuánto su hijo amaba a la Kiuri.
–Hijito, –le
dijo– tu tío no la regalará. Es más, no le permitiré.
–Verdad,
mami.
–Sí, mi
hijito.
–Tú eres
buena, mamá.
–Hijito, te
quiero mucho.
–Gracias,
mamita. ¿A la Kiuri también?
–Sí, mi
hijito lindo. Ya no llores.
Se habían
quedado los tres haciendo un conjunto humano de verdad. Al final han entrado
por la puerta. Hasta ahora permanece ese conjunto felizmente, en la casa, la
familia y la sociedad.
(Julio de 2003).
No hay comentarios:
Publicar un comentario